domingo, 1 de abril de 2012

Crónicas de un barrio a las afueras (5)

Aunque antes de entrar al bar la intención fuera tomarse un simple café, era atravesar la entrada y la garganta te pedía el alcohol más duro que fueran capaz de servirte. Detrás de la barra estaba Lucía. Lucía tenía muchas ganas de morirse, no es que me lo hubiera confesado nunca pero era fea, muy fea. En este mundo donde te suelen juzgar por tu apariencia física para querer morirse puede bastar con ser feo. A Lucía le bastaba.

No venía a menudo, por aquello de mantener el equilibrio y la decencia. No era un lugar acogedor, estaba mal decorado con cuadros abstractos que parecían trozos de mujeres desnudas, en tonos muy oscuros, las sillas eran incómodas, los taburetes demasiado bajos, la barra, aunque Lucía pasaba el trapo cada hora siempre tenia el aspecto de que te podías quedar pegado en cualquier momento y perder la salud o un brazo.

No solían entrar muchas mujeres, alguna despistada extranjera, alguna puta del polígono industrial que estaba a unos escasos trescientos metros, simples borrachas que necesitaban vomitarse encima antes de dormir, o María.

Cuando digo María, me gustaría poder expresar con ese nombre el trozo de felicidad que le falta a cada hombre en su vida. Lo que la hacía común y comparable por su forma de llamarse a tantas otras, lo salvaba con su presencia de un modo tan descarado, que era la única María que he conocido que no merecía responder por ese nombre.

La primera vez que la ví fue una noche de lluvia, entró completamente mojada, se plantó en el centro del bar como si fuera parte de los rayos de la tormenta del electrizante cielo y soltó:

- No he encontrado un paraguas libre en toda la ciudad.

Ninguno de los que estábamos allí dentro fuimos capaces de dejar de observarla, nadie nunca había visto salir de la ducha a una mujer tan desnuda.

 
Confieso que la mayoría de las veces que he regresado a este bar fue por verla, de hecho no recuerdo si he faltado alguna noche de tormenta desde aquel día.

- Sabía que ibas a venir, me lo avisaron los charcos. Me dijo Lucía una vez.

Lucía tenía los ojos grandes, muy grandes, de un marrón confuso, la nariz afilada, los labios finos como folios y los dientes absurdamente alineados como una mala partida de tetris. No era alta ni baja, ni delgada ni gorda, plana como si antes de nacer tuviera dudas sobre si ser niño o niña. Lo mejor de Lucía, o quizás lo único bueno, era su voz, dulce y melódica. Hubiera sido la mejor madre del mundo cantando nanas si alguien alguna vez la hubiera amado tanto por dentro, que por fuera al menos le hubiera resultado visible.

- Hoy tampoco apareció- Dijo Lucía mientras secaba los vasos. -Tendrás que esperar  al próximo diluvio o a las cuatro de la mañana de esta misma noche, es la hora en la que en mis ojos comienza la tormenta.

La miré y me odié terriblemente por no amarla. Por esta puta superficialidad que le ganaba el pulso a mi bondad. Acaricié su mano suavemente antes de marcharme a jugar como un niño indefenso con los charcos de las aceras.

Y me mojé la vida, otra vez.




3 comentarios:

  1. Mejora por momentos, y cuando creo que no puede ser mejor... Llegan los dos párrafos del final... Increibles.

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  2. Me odié terriblemente por no amarla... yo no creía cuando las mujeres hablaban de la superficialidad del hombre, o al menos no creía que así fuera... pero lamentablemente aún se necesita un mínimo de belleza para entrar en el corazón de un hombre...

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  3. Dile a lucía, que se ponga las pilas, que la vida es una y corta y por ser fea no se puede dejar de vivirla... la superficialidad es algo que se arregla, la actitud es una decision propia que va de la mano con la acción.

    Y bueno, deberías de tener un paraguas siempre los días de lluvia, podria aparecerse otra María mojada por allí, quizás hasta mejor. Quien busca encuentra jaja.

    Besitos!!

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