jueves, 30 de junio de 2016

Del amor y otras lluvias 5

CAPITULO  5



Se sentaba en mi cara. Primero con unos leggins negros, luego en bragas. Llevaba unas medias de esas atadas por un finísimo tirante a su ropa interior. Casi siempre usaba el negro debajo de su vestido. El rojo en sus zapatos. Movía cada cierto tiempo sus nalgas para que pudiera respirar. -Con la asfixia el orgasmo se multiplica por un millón perro- Decía.
-Pero si te corres te la arranco con los dientes. Si me manchas la perra seré yo y jamás he sido dócil te lo aseguro. Si llenas el suelo seré una loba. No querrás ni imaginar en que animal me convierto si me ensucias el sofá.

Lo mejor es cuando se quitaba las bragas. Nunca usaba tanga.-Es una moda estúpida. Decía. - Estropea el culo. Hace horrible lo bello. Solo es comparable a las camisas de tirantes que usan algunos hombres. Claro que hay alguno que se la pone y ¡joder!, todo se convierte en poesía con solo contemplarlo. Pero a la mayoría le queda fatal. Hacen del morbo, asco. Con el tanga pasa igual. Si no eres una preciosa mulata, o no sales en algún anuncio de compresas ni lo intentes.

Su coño siempre estaba a punto. Cuando por fin se quitaba muy lentamente el negro de su piel, aquellos dos labios estaban tan húmedos que el beso era necesario para calmar la sed. Su coño era lo más cerca que se podía estar del mar sin tocarlo. Lo más lejos que se podía estar del odio al prójimo. Su coño era paz. En su coño la violencia era un gato de tres meses jugando con un ovillo de lana. El caos una metáfora macabra sobre la verdadera vida. El amor un acto cobarde para disimular que el cariño lo arrasa todo. Meter la lengua allí era girar la llave en la puerta del paraíso y descubrir por fin que dios existe de verdad y es una mujer desnuda y con tacones sentada en tu cara. Oler tan cerca el placer y hundir la cara allí donde comienza la vida de cualquiera y donde solo continua la mía. Si me faltaba el aire, claro, pero de tenerlo lo máximo que haría con el seria un suspiro de deseo, en cambio ahora el deseo me respiraba a mí, cerca, tan cerca, que su vaho escribía la palabra orgasmo en mi garganta. Y luego la hacia desaparecer, como una ola se lleva las pisadas de los turistas.

A veces abría sus nalgas con la mano y paseaba todo su culo por mi rostro. Mi lengua ardía, podía provocar un incendio enorme con el simple acto de besar a un árbol. Su suave gemir, era mi motor, el play de la escena, la banda sonora de la película mas acuática de la historia del cine. Yo era el pirómano, ella los aviones que lanzaban diluvios mas allá de las nubes. Yo era un condenado a muerte y solo su grito definitivo podía salvarme de la eterna oscuridad.

- Si no tienes cicatrices de cuando eras niño es que no has tenido infancia. Si no tienes alguna herida abierta, es que no has llegado a amar. Dijo observando mi desnudo.

Yo tapé con mi mano la parte izquierda de mi vientre, una cicatriz fea con forma de melón aplatanado, de una vez que vino a verme la muerte temprano y se quedo sin cobertura.

- Aparta la mano. Eso también eres tú.

La misma mujer que me hacia renegar de los espejos era la que conseguía que me viera guapo en sus ojos.

- Tú eres todo lo que tienes. También lo que ansias pero en menos medida. Los complejos solo sirven para que nos pese el alma. Hay personas que tienen tantos, que en lugar de caminar dan tumbos. Si aceptas todo lo que eres, el camino es abierto. Cada parte de ti que odies, que te disguste, que no consigas aceptar es una pared. La idea es no construir tantas alrededor que nos acabemos convirtiendo en un jodido laberinto, porque a veces es imposible salir de ellos y te quedas dentro el resto de tu vida.

- Acércate. Me dijo desde el sofá. Tengo un regalo para ti.
A su lado había una bolsita negra, con letras doradas. Me acerqué a cuatro patas hasta poner mi nariz a escasos milímetros de sus rodillas. Ella metió la mano en el bolso y sacó una cadenita que estaba unida a un collar de cuero.

- Te lo has ganado. Dijo. Colocó el collar alrededor de mi cuello y lo cerro en un simple click.
- Te queda perfecto.Ahora, ya eres todo un perro. Y me besó en la frente.

Las letras doradas ponían "MIO". Ese según ella, era el mejor nombre que se me podía atribuir. Al menos a su lado.

Sabía en que momento de mi vida llegué a esto. En que lugar del universo se me cayó el limite y perdí el escrúpulo. Sabía incluso  porque causa me sentía bien el sufrimiento. Porque el dolor era la única forma real de no hacerme daño.
A veces imaginaba en que pensarían de mi los que me conocen si me vieran aceptando tales humillaciones. Que diría mi santa madre si un día se enterase que su pequeño, (para una madre siempre somos un bebé que no deja de crecer) esquiva a la muerte cediendo su vida. Colocando su piel como mercancía, su honor como regalo, su orgullo debajo del tacón de una mujer a la que ni puedes llamar por su propio nombre.
Aquello también era una manera de torturarme solo que con ella no sentía placer alguno. Verme en los ojos de los otros lo único que me proporcionaba era odio. Un odio inmenso e insalvable hacia mí mismo.

- He dejado de ser un anuncio en el periódico. Me dijo mientras se vestía.

Me sorprendía la facilidad con la que se comportaba después del acto sexual. Como si en una guerra matas a la familia de un joven y luego a él le ofreces con frialdad un cigarrillo.

- Estoy cansada de esto. Se gana pasta si, mucha además, sin embargo llevo el peso de demasiadas vidas en mi espalda. No me refiero a ellos. A ellos los maltrato con gusto pero esos ellos tienen otros ellos detrás, novias, esposas, madres y en los peores casos hasta hijos.

- Entiendo. Dije sin entender demasiado pero apoyando su pausa.

- Ayer vi en un centro comercial a Joaquín. Es un hombre culto de cuarenta años. Tiene un negocio de hostelería. Un tipo correcto, atractivo incluso, de esos que visten bien y huelen bien. A él suele gustarle que lo ate. Manos y piernas. También los huevos. Luego me súplica que lo azote. Fuerte, a veces tanto que le hago sangre. No se como disimula las marcas ante su esposa, tampoco me interesó nunca preguntarle. Siempre como todos va a más. Primero necesita una bofetada, luego diez, mas tarde cien, hasta que llega un momento que la bofetada es demasiado simple y quiere una fusta, después un látigo así sucesivamente. No hay mucho mas, le pego y se corre. No hay sexo. Ni siquiera me desnudo. Bueno lo que iba diciendo - dijo tras un suspiro- ayer lo vi en un centro comercial, iba llevando el carro de la compra, lo acompañaba su mujer, una rubia y elegante señora y una niña de cuatro o cinco años a la que besaba en el rostro antes de quitarle una de las tres tabletas de chocolate que llevaba en las manos.
- ¿Crees que la próxima vez que venga podré cruzarle la espalda sin pensar en esa niña? Me preguntó en el tono de voz mas bajo que había escuchado hasta entonces.
- Definitivamente lo dejo. Volvió a repetir.

- ¿ Y yo? ¿ Qué hago yo ahora?- Pregunté.
- No lo se Alex. Eres un caso que también me supera. Nunca pensé que nadie viniera aquí a buscar el dolor para no salir de él. Tal vez deberías buscarla, llamarla, entender el por qué. Estoy segura que ello te acercará más a ti mismo de lo que lo hacen mis manos. Yo soy un ancla y tú necesitas volver a navegar, no todos los puertos se llaman Laura. Y siempre por grande que sea la ola, acaba muriendo en la orilla.

Que aquella diva de lo extremo resultara compasiva no me entraba en la cabeza. No me atrevía siquiera a preguntar si era de verdad la última vez que la vería. Si aquel collar, era el recuerdo donde apoyar su ausencia. Y sentí amor y nostalgia. Una enorme tristeza. Una horrible incertidumbre mientras bajaba la escalera que me devolvía a la calle. Miré desde la acera su ventana, unos minutos allí parado junto al bordillo, observando como por el cristal entreabierto de su dormitorio su cortina se movía ligeramente como una bandera que despide al perdedor de la batalla. Me marché a casa con la peor sensación de todas las que había tenido en aquellas sesiones con ella. La del vacío.


domingo, 19 de junio de 2016

Del amor y otras lluvias 4

CAPITULO 4




En este barrio puedes ser dos cosas. Asesino o suicida. Mientras encuentras tu verdadera vocación, puedes distraerte matando el tiempo, como si no fuera el tiempo el que al final acaba matando a uno, soñando con un futuro mejor aún sabiendo que aquí el destino ya tiene tus cartas marcadas, o buscando heridas  que olvidar en uno esos bares que en realidad no contemplan la palabra cicatriz. No conozco a ninguna persona que hable bien de este suburbio y sin embargo nadie suele marcharse de aquí. El que lo hace empujado por alguna necesidad siempre vuelve. Es como si el aire que se respira aquí tuviera la capacidad de engancharte. Una maldita sustancia que al inhalarla, te cambia la visión de las cosas hasta el punto de amar al odio. No hallarás a nadie que diga en público que ama estos edificios desconchados, estas calles donde los barrenderos empiezan a fumar por primera vez para ver crecer la basura entre calada y calada, estas esquinas por donde sale el sol temprano para pillar a las putas más limpias. Nadie hablará de los jardines donde crecen jeringuillas y papel de plata con más facilidad de la que crece el césped, de los agujeros en la carretera, algunos tan profundos que si miras en ellos le ves los cuernos al diablo. Nadie dirá que ama este lugar, pero a todos y cada uno de sus habitantes si los exiliaran del barrio sería como si les arrancaran un brazo. De hecho si los pusieran en la tesitura de elegir seguramente por aquí solo los zurdos se masturbarían con la izquierda.

Mi rincón preferido del barrio es un bar que se llama "El pez Ahogado". El lugar donde más veces he perdido el equilibrio, el sitio donde más veces he encontrado a mi verdadero yo y donde por vez primera vi a "ella". A laura.

Llevaba un vestido tan corto y tan pegado que uno no sabía con certeza donde empezaba su piel. Me enamoré de sus tacones y ya en sus tobillos me volví loco. Así de simple. No hizo falta trepar por sus piernas, bronceadas como si Río de Janeiro y sus muslos hubieran intimado infinidad de veces. Tampoco observar la redondez de sus nalgas, que si no hubiera sido por lo real de su movimiento, las hubiera confundido con la obra de arte de un dibujante manga con sobredosis de lsd. Ni siquiera llegar a esas hermanas gemelas que bailaban ajenas al resto de la anatomía, a las cuales cualquier imbécil sin criterio las hubiera llamado tetas y yo aún no había encontrado un adjetivo que le hiciera honor a mi apetito. Tampoco colgarme de su boca, beberme lo oscuro de su mirada, o acariciar su cabello negro como el luto de las viudas. Yo ya estaba loco y enamorado en sus tobillos, mirar el resto solo era un modo placentero de torturarme.

Hay diabéticos que pasan a conciencia por pastelerías, ex alcohólicos que duermen abrazados a una botella de ginebra, putas que hacen el amor al llegar a casa después de una noche larga en la calle follando por dinero. Hay gente que necesita tener cerca su punto débil. Mirar a los ojos a la muerte. Laura era mi punto débil. Mi muerte. Y por qué no decirlo, tenía unos ojos preciosos.

No había mucha gente en "El Pez". Era martes. Putas del polígono, adictos al olvido, chorizos de tres al cuarto, camellos y alguna pareja de roce fácil. Eduardo hablando del desamor, el "viejo Julio" contando alguna historia y la sonrisa de Lucía. Lucía era la camarera. Su sonrisa, todo el decorado de aquel bar. En sitios como este, todos los rostros son conocidos pero nadie conoce realmente a nadie. El hombrecillo aquel con gafas de miope, al que le cuelgan los pies del taburete, al que supones a primera vista que podrías intimidar con una voz un poco más subida de tono que otra, podría ser a la vez quien cave tu propia tumba. Nadie es fiable. Y es mucho mejor así.
Los fines de semana, el bar parece una discoteca, aún estando a años luz de algo parecido a ella, se llena de jóvenes y de no tan jóvenes, hay risas y gritos. No hay mucho más donde elegir si quieres alcohol y música más o menos decente. Pero un martes lo más parecido a una risa que puedes oír es la tos de algún ex fumador al que el humo le recuerda una vida mejor.

Porque aquí se fuma. Entra un policía y fuma. Esto no es una capital donde los chivatos salen absueltos y los culpables multados. De hecho aquí no se sabe que le pasa a los chivatos y si alguien lo sabe estoy seguro que no lo cuenta porque tan solo el recuerdo ya puede joderle la sensibilidad.

- Esto es tierra de nadie. Dice Julio. -Tampoco es la selva, no existe la ley del más fuerte. Existe la ley del respeto. Cierto que a veces no basta con los ojos para ganárselos pero no es el puño el que manda salvo en contadas ocasiones. He visto a tíos de casi dos metros con una espalda de camión con las puertas abiertas mearse en los pantalones ante el click falso de una pistola de juguete, que manejaba un calvo barrigón de esos a los que según su rostro lo más violento que le podías atribuir es haberle tirado de la cola a un perro. He visto a viejos de ochenta años abofetear a su hijo de treinta por faltarle el respeto a una mujer de la calle. Y he visto a la mafia italiana correr calle abajo mientras medio barrio caminaba pausadamente para arrojarlos al río. Aquí el respeto se gana con los años, o ¿por qué mierda te crees que la gente me habla como si fuera un verdadero señor?-

"El viejo Julio¨era un hombre delgado de poco más de metro sesenta y cinco, nadie sabía con certeza su edad, aunque debía estar  cerca de los setenta años. Aunque decían los que lo conocían de antes, que Julio siempre había tenido el mismo aspecto de ahora. Y ya por aquel entonces, diez años atrás o incluso quince, sus conocidos ya le echaban la misma edad que ahora. Como si el reloj y él hubieran hecho un pacto de no agresión. Tenía el pelo blanco, como si hubiera enterrado la cabeza en nieve y la hubiera sacado después. Los ojos pequeños. - Mis ojos antes eran enormes- Decía- Se han ido empequeñeciendo de ver tantas barbaridades, a este ritmo se cerrarán del todo y tendrás que estar más cerca de mí para contármelo todo al oído-Vestía oscuro, gris o negro, no tenía sueños, ni hambre. Pero su sed era interminable.

De domingo a jueves, a Julio lo hallabas pegado a la barra, desde las siete de la tarde hasta la una o las dos de la mañana. Quien no ha entrado nunca al bar y pasa a menudo por la puerta estoy seguro que piensa que es un maniquí gracioso para atraer clientes. Los fines de semana, Julio prefiere ambientes más tranquilos y deja su puesto en la barra, no sin antes advertir a Lucía que se lo cuide bien. Como si aquel metro cuadrado le perteneciera de verdad. Aunque con lo que había gastado allí durante todos esos años la realidad es que medio bar debía ser suyo, incluida la sonrisa de Lucía. Que por otro lado, de ponerle un precio justo, tendría tantos ceros como lunares su espalda.

Eduardo me buscaba por encima de las demás cabezas. Yo lo ignoraba, aunque con el rabillo del ojo veía primero como le crecía el cuello y luego cómo le desaparecía. Una y otra vez.

- Ese amigo tuyo es un poco idiota ¿no? Preguntó Julio, señalándomelo con la cabeza.

- Es un tipo sin suerte. Contesté.

- Los que creen en la suerte también son unos idiotas. Reprochó él. -¿Tú eres un idiota?

- Supongo que sí, que lo soy. Pero no tiene nada que ver con mi fe o mi poca fe en la suerte- Solté después de un duro trago de whisky.

- Ningún idiota se atribuye a si mismo esa palabra. Tú eres un listo, que te escudas en ese término por si la cagas. Es como tener puesto un cartel colgado del pecho en el cual avisas que vas a matar a alguien esta misma noche. Si al final lo haces piensas que ya estas excusado. Tú tienes más de cobarde que de idiota. Un idiota es aquel que se cree listo. Un listo es aquel que se hace el idiota cuando es necesario. Sé reconocer a un idiota- Dió una calada al humo concentrado de encima de su cabeza y volvió a señalar con la cabeza la posición de Eduardo.
- Ese es idiota. Concluyó.

No tenía argumentos para defender a Eduardo. Ninguno. No sé si era o no idiota, pero lo cierto es que podía hablar más y mejor de sus errores que de sus aciertos aunque ninguna de las dos opciones me apetecía en aquel momento.

Julio miró su reloj -He de irme, cualquier día viene la muerte a buscarme a casa y no me encuentra allí. Si algo tengo claro es que quiero morirme en casa. Hasta un idiota lo querría- Dijo sonriendo mientras muy lentamente se perdía detrás de mi espalda.

Apenas atravesó la puerta de salida ya tenía a Eduardo sentado en el taburete que había ocupado Julio segundos antes.

- No me gusta nada ese viejo- Me dijo a la vez que pedía una cerveza.

- Es mutuo. Le confesé.

- ¿Has visto hoy a Sandra? Preguntó.

- Si.

- Ayer le hablé de ti-  prosiguió- ¿quieres saber qué le dije?

- No, no quiero saberlo.

- Le dije que eras una excelente persona solo que a veces te escondes de ti mismo en otros. Como esas personas que tienen amigos imaginarios con los que hablan y todo, ¿sabes cuales te digo?

- También le dijiste que éramos amigos. Afirme en un tono molesto.

- Claro. Y me preguntaba cosas de ti, de nosotros. ¿Quieres saber qué me preguntó?

- Lo cierto es que no, aunque supongo que me lo vas a decir de todos modos.

- Me dijo que era secreto. No puedo decir ni una palabra- Rió con ganas, como si tuviera la llave de un baúl que guardaba un tesoro.

Eduardo y el silencio eran antónimos. La mayoría de la veces no estaba atento a lo que decía, movía la cabeza o usaba algún monosílabo más por inercia que por lógica. La atención no es algo que uno pueda controlar. Puedes poner de tu parte, hacer cierto esfuerzo para intentar que la conversación fluya pero la mayor parte de las veces la pereza gana la batalla. Eduardo tenía siempre mucho que decir porque le daba miedo el silencio. Pánico a hallarse con él mismo. Acorralado por una nada absoluta. Años atrás, éramos actos. Hacíamos. Luego algo parecido al amor nos acuchilló por la espalda, el prefirió el verbo para huir y yo el silencio para esperar.

- Un día mataré a mi ex mujer, estoy totalmente seguro de ello. La única duda que me queda es conocer el modo, lo que sí sé es que habrá tanta sangre que hará falta algo más que agua y lejía para limpiarlo todo. Mi vecina de arriba, la Antonia, saldrá en la tele diciendo que yo era un tipo muy bueno y muy normal y que nadie en todo el edificio se esperaba que llegara a un extremo tan cruel. Tu sabrás que esa hija de puta había arruinado mi vida y Sandra, justo antes de que me pegue un tiro en su consulta, conocerá lo mucho que me he masturbado pensando en sus tetas.

Sonreí, sabía que no tenía huevos de tal cosa. Era más probable que la Beatriz, así se llamaba la razón de su ocaso, lo matara a él, que al contrario. Beatriz era la peor mujer que había tenido la mala suerte de conocer . A Eduardo, tres minutos antes que dijera el si quiero en aquel juzgado que yo ya conocía sobradamente por otros motivos bien distintos al matrimonio, lo cogí por la chaqueta, lo miré profundamente a los ojos y le di mi más sincero pésame.

- Vendrás a mi entierro ¿verdad? Quizás seas la única persona que aparezca allí-
Continuó hablando en un monólogo que era la repetición de algún otro, en una noche parecida a esta, con otra fecha en el calendario.

- Seguramente esté consolando a Sandra por su derrota, mientras los primeros gusanos se te meten por los ojos. Le dije con toda la maldad que pude. Aunque la realidad es que también con deseo. No de su muerte pero si de la posibilidad de consolar a esa mujer que tanto me pervertía el sueño.

Eduardo levantó su botellín de cerveza y me invitó a brindar.

- Por Sandra. Dijo.

- Y por la muerte de tu ex mujer. Añadí levantando mi copa y chocando en el aire los cristales.

Y nos bebimos la penúltima.

viernes, 10 de junio de 2016

Del amor y otras lluvias 3

3

- Yo una vez estuve apunto de casarme.
- ¿Y qué pasó?
- La dejé a tiempo. Se merecía algo mejor.
- Esa es la típica excusa del hombre cobarde. Te dejo porque te mereces algo mejor. Como si nosotras fuéramos tan tontas de no saber lo que necesitamos.
- A veces, es necesario que alguien os abra los ojos. Le dije.
Era rubia, alta, no muy guapa, ni falta que le hacía, tenia unos pechos tan firmes y grandes que su rostro era tan bonito como quisiera su escote. Su nombre era Sandra. Me recordaba a una maestra que tenía cuando descubrí el milagro del hilo blanco. Daba religión pero parecía una puta. También se llamaba Sandra.
- ¿Y dónde está ella ahora? ¿Es feliz? Me preguntó.
- No tengo ni la más remota idea. Contesté.
- Ya, claro. Dijo cambiándose el flequillo de lado. -La dejaste para que fuera más feliz, sin embargo, nunca has vuelto para saber si lo había conseguido. Lo cual deja claro que tu supuesta generosidad de amor ajeno no era más que el egoísmo del amor propio.
- ¿Alguna vez te he hablado de Aitana? Pregunté, desviando el tema.
- Aitana Claro, la chica de las erecciones- Una de esas mujeres que te inventas para llenar tu vida con algo.
Cogió la carpeta que tenía en la mesa. Era azul. Mi nombre estaba en negro en la parte delantera. La abrió, movía las hojas, una detrás de otra, apenas haciendo pausas, como si tuviera el poder de leer cien palabras por segundo. De vez en cuando levantaba la vista para observarme. - Aquí está. Dijo satisfecha. -No existe Aitana, no existe Eva y sobre todo no existe Laura- Tu anterior psicóloga me recalcó mucho este tema.
- ¿La señorita zapatos planos?- Pregunte con ironía
Ella movió la cabeza varias veces en señal de desaprobación al apodo. - Intento ayudarte. Pero si no pones de tu parte es imposible. No eres especial, ni tan inteligente como pretendes aparentar, ni siquiera eres un caso que me de curiosidad profesional. Me tocaste a mí por abandono. Si yo también declino, vendrá otra y así sucesivamente. Hasta que un día ya no quiera recibirte nadie. A menos que pagues. Y aún así, tal vez tampoco tu presencia en un diván tenga un precio que pudieras costearte.
- Aitana. Continué. - Tenía el pelo castaño, tirando más a claro que a oscuro, pero a mitad de camino de ninguno de los dos. Yo pensaba que jamás iba a estar con una chica que no fuera morena o rubia. Pero de pronto apareció ella con sus diecinueve años y ese color de pelo tan confuso y rompió con una simple sonrisa todos mis principios.
- Está bien. Dijo ella resignada. Partamos desde la existencia de Aitana. ¿Es ella con la que estuviste cerca de casarte?
Reí con ganas. Cosa que le molestó.
- ¿Qué ocurre ahora? Preguntó muy seria.
- La señorita zapatitos planos me hizo exactamente la misma pregunta. Contesté sin dejar de sonreír. - Se llama Rocío. Dijo.
- Un nombre inmerecido. Mi madre se llama así. Afirmé.
Cada vez estaba más desubicada, era solamente la segunda sesión y ya había perdido todo el poder con el que entró la primera vez. Había abandonado la seguridad del cruce de piernas por un absurdo tintineo con el tacón en la losa, casi mudo, pero no lo suficiente para driblar a mi oído. Cuando era pequeño le tenía tanto pánico a la oscuridad que desarrollé el sentido auditivo mucho más allá de lo que hubiera deseado. Escuchaba hacer el desamor a mis padres, escuchaba follar a los vecinos y hasta alguna vez había llegado a oír los besos que se daba mi hermana con su novio siete farolas más lejos de mi casa. Desde que tenía uso de razón recordaba a mi hermana con novio y sin embargo nunca era el mismo.
- Ayer estuvo aquí Eduardo, tu amigo- Dijo Sandra, que no dejaba de revisar la carpeta, como buscando algún dato por donde pudiera empezar un diálogo firme.
- Eduardo no es mi amigo. Dije.
- Él dice que sí. Replicó ella.
- Yo quiero que tu seas mi novia pero si tu no quieres nunca lo serás, ¿no? Es lo mismo-
Volvió a posar sus ojos verdosos en la carpeta.
- ¿Desde cuándo os conocéis Eduardo y tú? Preguntó Sandra intentando que esta vez su tema no fuera desviado.
- ¿Quieres ser mi novia? Contraataqué yo.
El tintineo, aunque aun era leve, se había vuelto más reiterativo. Como si del pop suave de cantautor se hubiera pasado al rock transgresivo de Extremoduro. La primera vez que estuve en este centro fue hace meses, recuerdo que estaba en la sala de espera, seis sillas azules incómodas de plástico atornilladas a una barra que a la vez estaba clavada a la pared. Tres enfrente de otras tres. Siempre he tenido la certeza, de que yo era el más cuerdo de todos los pacientes que visitábamos psiquiatría y en cierto modo, esa verdad me avergonzaba. No se si quería estar tan loco como el resto o me sentía en deuda con ellos por mezclar mi supuesta cordura con sus firmes paranoias.
Tenía cita a las once, yo siempre tenía por regla llegar al menos con quince minutos de antelación. - No hay nada peor que alguien te espere. Me dijo una vez el "viejo Julio" entre copas y humo -cuando alguien te espera, aunque sea un solo minuto, ya estas en deuda con él. Y llevaba razón. El "viejo Julio" era un gran tipo, con solo respirar a su lado ya aprendías cosas nuevas de la vida. Desde entonces hacía siempre todo lo posible por llegar a cualquier sitio quince minutos antes de la cita. Me apoyé en la pared, no tenía mucho amor propio pero sí el suficiente para no sentar mi culo en aquellos miserables asientos. Quizás la locura -pensé- empieza en la incomodidad y estos bastardos de la seguridad social lo saben. Había estado en otros dos centros y aunque no eran como el sofá de casa al menos poseían un cierto atisbo de hospitalidad. Pero allí la sesión de una hora costaba sesenta euros. Exactamente lo mismo que cuesta una puta. Casualidad tal vez. Nunca lo tuve del todo claro.
En la sala solo había una mujer, sentada en el centro de las tres sillas de la izquierda, con el pelo grasiento y la ropa sucia. Olía a perro mojado. También a mierda. Llevaba unas zapatillas que en su día fueron blancas, un chandal de un celeste que quiso ser azul y una camisa de cuadros que tal vez su ex marido le dejó de herencia. Miraba al vacío. Me puse enfrente e intenté no observarla. Su olor me llamaba. Era imposible no encontrarme con aquel rostro desolador y sus mugrientas zapatillas. Me ponía nervioso. Era más sencillo evitar negándole la mirada a una mujer bella que a una mujer fea. Siempre es el término medio en cualquier caso, en el que reside la indiferencia. Cuando estuve a punto de salir a que me diera el aire y evitar así el vomito, apareció ella. Sandra. Con sus enormes tetas. Sandra, con sus botines negros de medio tacón, unas mallas pegadas y un jersey blanco que, aunque le tapaba el culo, en cada movimiento podías imaginarte que detrás de la claridad de su ropa había una fiesta en sus nalgas. Se apoyó en el mostrador y habló con la recepcionista. La escuché reírse. No era una risa bonita. Tampoco ella lo era en exceso. Medía cerca del uno ochenta, tenía quizás la talla ciento diez de pecho y un culo de esos en los que la asfixia se parece más al placer que a la muerte. Qué coño importaba que no fuera especialmente bonita. Tampoco era fea. No. Los ojos verdes y ligeramente saltones, como si al mirarte, quisieran ver más allá de sus posibilidades. La boca amplia. Los dientes jugaban a una descordinación extraña, las paletas algo separadas, los incisivos demasiado juntos, como si se acabaran de casar uno con otro y necesitaran ansiosamente treparse. La nariz gruesa y la barbilla parecía una isla donde naufragar a besos. Lo mejor era el color pálido enrojecido de su tez y sus labios, unos labios carnosos de mamadora profesional de manzanas de caramelo.
Cuando la recepcionista dijo mi nombre, alineé mentalmente todos los planetas, para que detrás de la puerta que me había tocado estuviera Sandra. Una pausa antes de llamar, una respiración profunda y una decepción enorme. Tras la puerta, en lugar de la envergadura de Sandra, había un prototipo de mujer, con la voz fina, el cuerpo débil y los ojos tristes como los de los tigres del zoo. Intuí en ese momento que yo podía hacer más por ella que ella por mí. Aunque un par de sesiones después a mí me pudo la pereza y a ella el miedo. En aquel entonces, pensaba que era uno de sus primeros pacientes, que estaba en prácticas o prueba, más tarde me enteré que llevaba siete años diagnosticando locuras irreversibles, o ansiedades patológicas, con la misma facilidad con la que evitaba mis ojos. De verla en la calle sin saber su oficio, la habría tomado por una funcionaria de esas despistadas o quizás por una camarera adicta a la rotura de tazas.
Ahora estaba delante de Sandra. Zapatitos planos se negó a una siguiente consulta, alegando que nada fluía, que no tenía interés en una mejora y que mi carácter era contradictorio todo el tiempo. Cuando me la he cruzado por el pasillo, segundos antes de entrar en la sala donde me esperaba Sandra, ha agachado la cabeza. Llevaba tacones otra vez. Pero eso no ha bastado para que mi indiferencia hiciera alguna tregua. Seis sesiones a base de una terapia basada en escribir. Cosas buenas de ti, cosas malas de ti, cosas que has hecho hoy, cosas que no has hecho ganándole el pulso al deseo, etc. Como si mi impotencia, mi impulso macabro, se solucionara escribiendo un diario y mostrando en él todo mi odio.
Sandra miró su reloj de pulsera. Yo observé su tímido escote. Luego nos encontramos los ojos en un punto intermedio. Mirar dentro de ellos debía ser parecido a follar en el bosque ante la atenta mirada de los lobos.
- Hemos terminado por hoy. Dijo cerrando la carpeta.
- ¿Habrá una próxima vez? Pregunté con un tono de indiferencia, aunque su respuesta era lo que más me importaba del mundo en aquel preciso instante.
- El jueves a las once. Dijo fríamente sin revisar su agenda.
- Que tengas un buen día. Le dije levantándome y encaminándome al pomo de la puerta.
- Alex. Me llamó, antes de que saliera. Yo volví a sus ojos, los lobos continuaban allí, en el mismo sitio, esperando el orgasmo.
- El próximo jueves será distinto, tú serás todo el tiempo tú y no te escudarás en nadie ficticio para escapar de ti mismo.
- ¿Y si te enamoras? Pregunté con ironía.
De su sonrisa uno de los lobos cayó rendido, como si le hubieran disparado a bocajarro en el centro del cerebro.
- Correré ese riesgo. Comentó con un afilado sarcasmo.
Le devolví la sonrisa y me marché.

miércoles, 1 de junio de 2016

Del amor y otras lluvias 2

CAPITULO  2

- Yo haría cualquier cosa por una mujer como ella. Pero una mujer como ella ya no está dispuesta a mover ni un solo dedo por un hombre como yo.

El tipo que me habla desde el taburete de al lado, se llama Eduardo y como casi todos, él también está enamorado de una ausencia.

- Este bar antes estaba lleno de personas que solo querían olvidar, ahora solo quedan borrachos profesionales. Dice mientras apura los tragos.

Eduardo y yo en otra época fuimos inseparables.
El "viejo Julio" solía decir "No existe una amistad tan fuerte que no puedan doblegar un par de tetas" luego hacía una pausa y añadía "Y ni siquiera hace falta que sean bonitas"

Eso fue precisamente lo que hizo de nuestra intensa amistad una distancia infinita.

Recuerdo a la última chica que pasó por mi casa. Desde el umbral de la puerta esperando que le lanzara alguna frase a la que agarrarse.

- Ojalá me odies toda la vida. Le dije.

Se quedó estancada allí, sorprendida, era muy joven quizás para comprender, que mientras haya odio nunca comienza el olvido. Para entender, que cuando el amor para siempre quiebra y comienza a dar pasos hacía atrás el odio fluye y camina hacía adelante.

Aitana. Se llamaba Aitana. Tenia diecinueve años, doce menos que yo. Siempre tenía erecciones cuando la veía lamer las tapas de los yogures. También cuando se colocaba una de mis camisas y se paseaba por la casa en bragas. Cuando se apoyaba en la ventana para ver pasar los coches, con el culo en pompa justo en el centro de mis ojos. Incluso cuando me hacía cosquillas por el vientre para sacarme una sonrisa, con aquellas manos minúsculas y frágiles. En realidad siempre tenía erecciones con Aitana. Creo que nunca sentí un amor profundo hacía ella. Pero a mi sangre la tenía completamente enamorada.

- Estaba loco de amor. Se lo dije, tenía esa necesidad. -Estoy enamorado de ti hasta en el último abismo de mi alma. Se lo solté como en un suspiro. Creo que nunca fui tan sincero con ella hasta que me di cuenta que estaba a punto de perderla. Pero ahora no se si debí callarme todo ese amor. Si esa última bala que disparé en lugar de abrir su corazón, rompió el mío definitivamente. ¿ Tú qué piensas?  Me preguntó Eduardo.

- Pienso en que nunca he tenido tantas erecciones seguidas como cuando estuve con Aitana. Contesté evadiendo por completo su pregunta.

- ¿Aitana? Quién coño es Aitana? Preguntó malhumorado. -Te estoy abriendo mi corazón, joder. Me reprochó.

Eduardo siempre tenía el corazón abierto. Eso era lo malo. Cuanto más bebía más grande se le hacia el agujero del pecho. Si no acudías pronto con una respuesta corrías el riesgo de que se te apilaran las preguntas. Y un borracho olvida muchas cosas, las llaves de casa, el camino a casa, incluso si tiene casa pero nunca se olvida de que no le has respondido.

- Pienso. Le dije. -Que estar enamorado es lo mejor del mundo si eres correspondido, pero si no es así, es una mierda. Si eres tan idiota de decirle a una mujer que la amas de ese modo sin tener la total seguridad de que es mutuo, has perdido a esa mujer. El amor es una guerra. Le estás ofreciendo tu terreno, el castillo y hasta la bandera del mismo. ¿Qué le queda por conseguir? El amor sin fisuras aburre, se necesita la duda. La eterna duda. Más cerca del sí que del no, pero con el quizás sobrevolando siempre por encima de vuestras cabezas. Da exactamente igual, los años de matrimonio que lleves, incluso no importa si como tú hiciste te equivocas de mujer. A veces un error enorme, se puede convertir en el mejor acierto. Pero siempre debe existir el por si acaso, el miedo a perder, los sueños por cumplir. Eso pienso.

Eduardo me miraba, atento, quizás no entendiendo del todo lo que quería decirle. Las personas, muchas de ellas, solo entienden lo que en realidad quieren oír. Cuando la respuesta obtenida es otra a la que esperan se desorientan.

- Ponme otra copa. Le pidió Eduardo a la camarera.

- Era guapa, Aitana, muy joven tal vez. Hacia pompas con la saliva. Eso también me la ponía dura. Dije.

- ¿Tú nunca has estado enamorado ¿verdad? Me preguntó Eduardo.

- Me enamoro en los minutos impares, de una mosca si es necesario y en los pares se me pasa. Le contesté mintiendo sin escrúpulos. -Para estar a salvo del odio hay que amar en su justa medida. Ni tanto como para que ella juegue contigo, ni tan poco como para que ella piense que el que juegas eres tú.

- Te tomas el amor a risa porque nunca has sufrido. Sentenció Eduardo. - Cuando amas no puedes controlar las medidas. Esto no es una jodida partida de poker. En mi situación tú, que vas de macho por la vida, también habrías llorado como una nena con un rasguño en la rodilla.

Los borrachos siempre tienen la verdad absoluta de las cosas. Te tomas cuatro o cinco copas y las dudas se evaporan como lágrima en la lluvia.
Eduardo era un pobre ingenuo. Un tipo que se había quedado sin recursos. Una de esas personas a las que sobrio eres incapaz de soportar. No podía enseñarte absolutamente nada y ni siquiera era capaz de aprender algo. Era como hablarle a una cuchara viendo en ella tu rostro distorsionado. Quizás peor porque al menos ella, la cuchara, sirve luego para algo útil.

- Lo mejor era cuando te la chupaba. Continúe. -Tenía diecinueve recién cumplidos, pero con la boca llena te estaba diciendo: Tengo treinta y cinco años y me lo voy a tragar todo. Hasta tu vida.

- El amor es algo más que correrse. Dijo Eduardo cada vez más decepcionado por el cariz en el que transformé el diálogo.

- Si te hubieras corrido una sola vez con Aitana, seguramente hablarías del amor desde dentro de un orgasmo. No como ahora, que hablas, bueno, balbuceas, desde fuera de tu propio ser.

Se encendió un cigarro. No me ofreció. Apoyó la cabeza en su mano, el codo en la barra, vencido por el alcohol, o por el desamor, quizás por ambos a la vez. Me levanté del taburete, dejé dos billetes de veinte en el mostrador y me dispuse a irme.

- ¿Dónde está ella? ¿Dónde está Aitana? Preguntó girando la cabeza antes de que desapareciese del bar.

- No tengo ni idea. Me dijo que estaba enamorándose de mí y perdí todo el interés. Contesté. -Ya no había batalla, ni castillo, ni bandera. Concluí.

Cerré la puerta y mantuve el equilibrio calle arriba. Había tantas estrellas que era totalmente imposible sentirse solo. Una noche preciosa. Realmente bonita. Como Aitana antes del amor. Como Aitana antes del orgasmo. Como Aitana antes del te quiero. Caminé hasta mi casa con ese paso lento que tienen los hombres a los que nadie los espera y llegué a salvo otra vez. Y quizás eso, tampoco era tan buena noticia.