lunes, 20 de diciembre de 2010

Historias desde la barra (la reina del hula-hop)

Me era más útil saber donde estaba el Carrefour que su clítoris, aunque seguramente ambos recibían las mismas visitas al mes.

Era puta, sí, de las que cobran.
Era guapa, mucho, de las que brillan.
Y tan triste como la sombra de un mendigo.

Se llamaba Gabriela y aunque conocía treinta y cinco maneras diferentes de asesinar a un hombre sin dejar huellas, de pequeña, como la mayoría, también jugaba con barbies y saltaba en los charcos.

- No soy yo, soy lo que queda de mí. Eso me dijo un día después de hacerme feliz siete segundos.

La conocí meses después de que los huesesitos de Laura comenzaran a decorar la lápida más primaveral de mi memoria.
Yo estaba terriblemente sólo y su cintura de reina del hula-hop anestesiaban los malos recuerdos en cada movimiento que inventaba.

Ayer me llamó con ese acento mexicano que te emborrachaba de tequila por palabras.
Había hecho dinero suficiente para volver a su país y montar algún negocio, a ser posible un salón de belleza y con un poco de suerte poder vivir decentemente aniquilando todo su pasado.

Nunca, a pesar de nuestra multitud de encuentros, me había besado en la boca hasta ayer, suave, como una brisa de esas de verano que te envuelve cuando más la necesitas.

- Te echaré de menos, bebé. Dijo.

Tuve unas ganas tremenda de abrazarla, de pedirle que se quedara, de rogarle que no se fuera nunca, que yo la haría tan feliz que se olvidaría de una vez por todas de sus raíces, de su Mexico lindo, de aquel padre cabrón que la humillaba y la hizo crecer a pasos de gigante, de todos y cada uno de los clientes que solo la trataron como carne, que yo lamería sus heridas hasta hacerla cicatrices y las cicatrices las besaría hasta no dejar ni rastro de ellas en su bendita piel morena.

Suele ocurrirme que siempre me enamoro en ese instante en el cual ya el amor camina varias horas por delante.
Igual que me ocurrió con aquella chica preciosa que se disfrazaba de otoño para dormir.

Gabriela y toda esa farmacia contra el vacío que poseían los dos mejores muslos de esta maldita ciudad se marchaban dejando un montón incontable de folios en blanco en mi caótica vida.

En el bar todo estaba en su sitio, Olga tambaleándose en busca del aseo, Julián acariciándole con mimo la cabecita a la tortuga de su bolsillo, Daniela con la mirada triste tras la barra, el señor con bigote con el que alguna que otra vez había echado unas partidas de poker mirando al techo y humo, mucho humo y música de suicidio y una mesa repleta de mujeres que parecían travestis con tanto maquillaje y otra mesa repleta de hombres que parecían mujeres con tanto perfume y poco vello.

Todo en orden.

Besé a Daniela en la mejilla,  me devolvió el beso con una de esas sonrisas mágicas y pedí una copa grande para bebérmela de un solo trago a la salud de Gabriela.

- Por la reina del hula-hop. Dije en voz alta.

Con tequila, por supuesto.