domingo, 29 de abril de 2012

Crónicas de un barrio a las afueras (7)


No había mucha gente aquella noche en el Oasis, al fondo jugaban a las cartas un grupo de hombres y un par de mesas más a la izquierda unos cuantos trabajadores echaban horas extras con la ginebra. Sus diálogos se centraban en fútbol o coches. Yo no sabía nada de ninguna de las dos materias y es realmente complicado pertenecer a este genero cuando no eres capaz de saber qué mediocentro va a fichar el Madrid o que motor tendrá el nuevo formula uno que conducirá Fernando Alonso la próxima temporada. En la barra, Irene ponía más glamour del que podía soportar la lampara de la sala. Había más luz en sus ojos que en las nueve bombillas que luchaban contra la oscuridad del garito. Irene era puta y rumana, por ese orden, llevaba tres años en España y hablaba el castellano con tan asombrosa nitidez, que por momentos parecía del mismo Valladolid.

- Los hombres quieren follar, de eso no cabe duda, sin embargo le dan todavía más importancia a ser escuchados. Por eso vienen tantos casados al polígono, en casa tienen sexo, es como una parte del matrimonio a la que la mujer se somete, como una ley invisible que pacta a la hora de los anillos. Pero oír a un hombre va mas allá de la apetencia, eso o surge o no surge. Es mas fácil fingir un orgasmo que una conversación. Las putas estamos preparadas para ambas técnicas.
Al menos las putas buenas. Decía con una sonrisa tan cálida que derretía los cubitos de hielo de las copas.

-  ¿Ah, de Rumania? ¿Serás de Bucarest, no? -Aquí el hombre necesita ser el inteligente. - Sí, de Bucarest, les digo. Se sienten felices, por haber asociado la única ciudad que conocen de mi país con la mía. Yo soy de Timisoara pero eso importa una mierda. Incluso me importa una mierda a mí. Así que los contento. Sois fáciles. Ataca.

Irene me gusta, es muy inteligente, sobria y muy directa, hablar con ella es robarle minutos a la muerte. Tiene los ojos verdes y profundos, por momentos parecen abismos donde si caes puedes quedarte eternamente flotando en ellos. Rubia, pálida como el culo de la luna, con dos buenas tetas de esas que consiguen creer en el diablo antes que en dios y unas piernas infinitas, siempre decoradas por tacones afilados que hacen ópera cuando viene y heavy metal cuando se marcha.

- A mi madre le dije en su día que trabajaba en un banco. Me confesó a la vez que pintaba de rojo carmín el filtro de su cigarro.

- ¿Y se puso contenta? Le pregunté.

- Disimuló bien. Contestó. Ella cree más en la genética que en su propia hija.

Irene me contó una vez que cuando tenía dicecinueve años había asesinado a un hombre.

- Violó a mi hermana de nueve años, no solo la desgarró por dentro, también, de forzarla le rompió un brazo. Lo esperé una noche en su portal y le corté el cuello. Así de simple. Nadie vino a buscarme, aunque todos sabían que había sido yo, mi barrio es pequeño. Ha sido la única vez en mi vida que en los ojos de la gente he sido heroína antes de víctima.
Lo narró emocionada, con los ojos húmedos.

- A veces el hijo de la gran puta me sale en sueños, dice que en el infierno a los asesinos se los follan por el culo. Debe ser que allí aun no llegó la noticia de que soy puta. Soltó con ironía.

- ¿Crees en el diablo? Le pregunté.

- Solo en plural. Contestó acabándose la copa.

No sé hasta que punto podía ser verdad lo que contaba Irene, lo cierto es que yo solo creía en la gente que no tenía razones para engañarme, ni físicas, ni económicas, ni de ego, e Irene era una de las pocas con las que me había encontrado en mi vida.

- ¿Y da placer? Pregunté.

- ¿El qué?

- Matar. Le sugerí.

Sonrió ante mi curiosidad,  me daba cierta tristeza ver su bonita boca, siempre acababa por imaginarla tragando con mas asco que vergüenza el desahogo de cientos de hombres.

- No lo sé, lo que sí da es miedo. Dijo. - Que sea más fácil destruir que crear es para observar el mundo con cierto recelo. Confesó.
 - No me arrepiento- continuó- y volvería a hacerlo si es lo que te preguntas.

Ahora estaba allí sentada, a mi lado, con un cadáver a la espalda, comiendo tortilla y bebiendo cola light, a tan solo 30 euros de follar conmigo, quizás a 60 de dormir en mi cama, despertando una guerra sin tregua, entre lo hiponcondríaco y el morbo, que siempre ganaba el miedo.

En la calle había dejado de llover, los charcos con menos escrúpulos de aquella avenida triste me devolvían mi imagen, anduve camino a casa abrazando farolas, lamiendo mis propias cicatrices internas y exponiendo a la luz de la luna las heridas externas, las de esas mujeres que una vez decidieron que yo no valía otro beso.

La luz de la habitacíon de Cristal estaba encendida, me quedé allí, en mitad de la calle observando el baile lento de sus cortinas rosas y suspiré, en otro absurdo intento de ser parte del aire. Como el polvo.

4 comentarios:

  1. Uff, genial. Tiene tantas frases que deseo recordar que no creo que la memoria me de para tanto. Robarle horas a la muerte...
    Te has hecho esperar, pero como siempre, ha valido la pena. Gracias.
    Un beso.

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  2. Hay un momento en el que ya no valemos otro beso para una mujer...

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